lunes, 23 de noviembre de 2009

La casa, la cristalera

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(Fotografía Sergio Levin)

No era sólo la casa, esa gran entidad de cal junto al verde de los pinos, y los colores intensos de las flores que aliviaban el abandono. No, era algo más que crecía desde otro tiempo y se extendía al interior, ocupando, desbordando la memoria. Todos los seres que la habitaron, giran alrededor de sus ventanales, los días y las noches. Las estaciones se suceden sobre el hueco inmenso de su inexistencia.

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Ni rastro de ella desde hace años, salvo dentro de mí, donde se van encendiendo sus luces y cerrando ventanas, donde a veces, suena el viejo teléfono negro de la entrada, donde ladra todavía aquella perra, y la cocina, huele a pestiños por estas fechas.
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Nadie sabe que allí, como en un pequeño microcosmos, la historia tejió sus entramados, un inmenso universo de aromas, sabores, abrazos y lágrimas que giran gravitando el hogar, una inmensa telaraña dentro de la cabeza, que se ilumina con los primeros rayos del día.
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Resistencia, en tantos años, no ha hecho más que resistir en vano, al demoledor paso de los años, por ello, aquella casa nunca desapareció del todo, de la ciudad que en mi alma se extiende como lugar indestructible. Una nube fantasma que flota sobre su espacio convertido en parque, sin esa belleza que la maleza y la vegetación imprimieran, hace mucho, a todo el entorno. Hay ecos vivos escondidos tras las paredes, suplicando tras las puertas, que pujan por sonar en el presente.
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Lo perdido toma sentido porque ha sido en mí, y de alguna manera, batalla contra la cicatriz del olvido. Esa voz que se hilvana a la piel y nos identifica, nos recuerda quién somos cuando nos perdemos.
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Dejé el coche en el hueco de la entrada. Las cristaleras mostraban sus grandes heridas por las que la casa agonizaba sombría, entregada a la ruina y la soledad. Nada me pertenecía ya, todo aquello que una vez amé, se derrumbaba inevitable ante mi desolación. Nadie quedaba allí, más que el sol descascarillando la madera del columpio roto.
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¿Hasta qué punto somos conscientes de los cambios, al punto de casi no reconocer?.
¿Hasta dónde ahonda la tristeza con sus dedos fríos en el presente, que necesitamos mirar atrás, muy atrás, para ser felices por unos breves momentos?
¿Hasta qué punto, todo se desvanece?






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