viernes, 27 de abril de 2012

María


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¡María, tan dulce nombre!, como todos aquellos días que tan lejanos, están siempre tan presentes, tan frescos, tan tuyos y sólo míos.

Ahora, aquí, no puedo más que traerte del olvido, porque en el futuro, se fundirán tus manos y mis manos y entraremos en tu jardín de nuevo para regar aquellas flores que con tanto amor cultivabas.

Eras pequeña, ojos achinados, blanca, rellenita, eras toda luz y sonrisa en los inviernos, azúcar en la cocina y en el llanto, brasa en los días fríos.

Cantabas y tu voz, era cascabeles en mis oídos nuevos. Villancicos en navidad ( en el cielo iban a abrir balcones para un casamiento), sevillanas en feria (soñaban las margaritas). Contabas cuentos para que entrara en esos caminos luminosos de la imaginación. También historias oscuras del “hombre del saco”. Me abrazabas, sonreías siempre, eras el rostro de la felicidad.

Te gustaba el pescado (tenías ojos verdes de gata). Preparabas boniatos, pestiños, torrijas, arroz con leche, poleas.

Sobre las camas, crucifijos. En las mesillas de noche, estampas de los santos, un rosario, la biblia. Oías la radio, aquella de enormes botones en el centro del salón, donde contaban novelas de mujeres desdichabas, sonaba Frank Sinatra, Nino Bravo, Elvis Presley, anuncios del Cola-Cao, la Coca Cola …  y Franco leía sus mensajes al pueblo español.

Dios, cómo quería estar siempre en tu casa, en tu jardín, observarte mientras lavabas o tendías al sol la ropa, sentarme sobre tu falda, en aquel delantal puro y limpio de la infancia.

A pesar de toda la dicha de los días azules, escondías alguna angustia, una tristeza extraña, un anhelo, cuando mirabas a través de la ventana, cuando el viento agitaba los pinos, o la lluvia, revolvía tus flores.

Los espejos

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Y se vuelve, mira atrás. Tenía esa fijación marcada en lo verde. Estar allí no le devolvería nada de lo perdido. Aprendió cada rincón, cada ventana. Descubrió lo doliente de la luminosidad sepultada entre placas de uralita y chatarra. Sólo quedaban algunos árboles, algunas sendas aún marcadas. Todo aquello que se mostraba, no era más que un triste cementerio, abandonado en la memoria.
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Pero se vuelve, las lágrimas resucitan en los desiertos y por unos instantes los oasis se hacen visibles. En cada parpadeo se apaga un faro, una barca es arrastrada a la orilla, o un reloj detiene su minutero, mientras la sangre, circula frenética, por las abultadas venas de la blanca muñeca..
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Buscaba todo aquello que no aparece, lejos de cualquier mirada. Se recostó entre escombros, bajo las sombras de las moreras imaginarias y las hormigas. Después la luz, cegó sus ojos de nostalgia y ella, siempre regresaba a la frialdad de los espejos.

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miércoles, 15 de febrero de 2012

El reencuentro.

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Sería mirar por la cerradura y encontrarme con tu rostro blanco, tus ojos penetrantes, el cabello negro. Un túnel de vértigo en cuyo final, los tersos labios esbozan una leve y sensual sonrisa, una inclinación angelical del alma. No hay palabras que describan tal ternura.



.Sí, sería apartar con la mano, cuarenta años que nos han pasado, una siesta en primavera. Agacho los párpados reblandecidos ya de tantas lunas, donde anduvo tu nombre como dormido. Te he pedido algo importente y has accedido a concederlo, vuelvo a contemplar lo perdido en el tiempo, recupero con ello la gloria antigua de los niños, vuelvo a colocar una cinta roja sobre la trenza.


.No encuentro la forma, la geometría de un recuerdo, cuando ha vagado tantos años con su belleza inmaculada y cruzado todas las puertas que dejé abiertas, en aquella casa a la que siempre regreso. Las sillas del jardín no saben, hoy descoloridas, que reías sobre ellas, igual que lo hace la lluvia que las enmohece, porque la luz de aquellos días, nunca tuvo tanto regocijo cuando invadió tus iris y yo ,te miraba y me reflejaba en ellos.



.En ellos, Alicia de aquí para allá y desaparecía tras las palmeras y se ruborizaba, le estallaba el corazón, granada madura, diamantes que flotaban sobre los parterres. El reloj en tu delgada muñeca, marcaba ausencias jamás dormidas, minutos que no desaparecieron por más que las manecillas girasen y girasen. ¡No se puede, no se puede retroceder!, después de quince mil días, vuelvo a sentarme en tu falda y escuchar cantar aquellos pájaros que no existen, o aquel viento de levante, que revolvía tu pelo en las tardes de verano.


.Pero te he encontrado, hemos sabido que nada es imposible, que la estación, volverá a ser punto de llegada y de partida, túnel del tiempo, oscuro tránsito, la chistera donde asomarán rostros cambiados, caras transformadas, besos que saludarán la gloria que no se llevó el pasado, porque no hay abismo en el que se pueda arrojar un reencuentro. Me dijiste que te habían arrebatado sin piedad, todos los recuerdos, aquellas fotografías en blanco y negro en las que reconocería, el amado rostro de la inocencia.


. Tenía que abrazarte, reconquistar el perfume, arrebatarle los sueños a la muerte de arena, porque late, late aún el corazón bajo las marquesinas de los fantasmas, pero todavía nos cubre carne hecha amor, piel tatuada con anhelo, deseo de no olvido. Cuando llegue el tren a la estación, bajarán al andén todos los paisajes que guardo en los puños, todos aquellos que partieron te darán la mano, besarán tu frente, ungirán con soles y calas tu cabeza y serás la aparición que mostraban de noche la ventanas.


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jueves, 30 de junio de 2011

El verano

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Por entre las hierbas crecidas salvajemente junto a las flores silvestres, ruedan las cabezas rubias de los niños, cuesta abajo. Los columpios siguen balanceados por el viento de levante y en la carretera, los claxon de los coches suenan estruendosos, espantando a su paso libélulas y golondrinas.


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¡A la piscina!. El verano abrió la mano a las hormigas, tomó el cuchillo para el melón y la sandía. La abuela vierte zumo de naranja sobre los niños descabezados. Los niños trepan a los árboles a por sus felices cabezas con alas y vuelven a la yerba, junto a los gladiolos y los geráneos, para bajar a los hormigueros.


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Otra vez al baño; coge carrera desde la esquina del muro blanco del jardín, salta en un mar a su tamaño y las burbujas le oxigenan la tarde. Habrá un momento en que todo pare y no haya agua en la piscina hasta mañana. Vendrá entonces el pan con chocolate, las sandalias blancas, los vestidos de volantes con pasa cintas de colores, y de nuevo, los columpios serán la rampa placentera hasta la noche, donde algún sueño sobreviva treinta años y lo recuerdes todavía.





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miércoles, 4 de mayo de 2011

En un rincón, todavía la luz

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4 de Mayo.





Dentro de pocas semanas, un año. Este domingo comienza la feria, el vértigo de claveles y romero. Siempre tu alegría quebrada de lunares, de otro tiempo sepultado, otros soles sobre la casa blanca del padre y sus jardines.
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En el camino -desnuda-, la ternura dejó tus manos y los carnosos labios que posaron un tiempo, el amor en mi frente.
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Tus manos, alegres pinceles, dejaron la pasión en el aguarrás de los años. La niebla te invadió los ojos con su frustración y la ventana toda gris, se asomaba a un futuro de sombras insalvables. Yo recuerdo la luz sobre otros árboles ya talados cuyos pájaros, emigraron a la tiniebla. Y recuerdo las palomas aquellas que sobrevolaron la pirmavera de los sueños idos para siempre.. Sí, yo recuerdo otro tiempo en que la alegría, se te adosaba a los hombros con la fuerza de los tornados y los ojos, te irradiaban de vivos, como espejos de un cielo que desaparece paulatinamente, sobre el jardín de las margaritas.
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Y recuerdo esa fuerza del cariño que se encarama en los nidos del alma, recién preparados para lo nuevo y los jazmines junto a tu ropa tendida, oliendo a la pureza indestructible de los recuerdos más lejanos.
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Todas las cuevas de la memoria se iluminan, ante esta tristeza de los desaparecido, o tu peine sobre mi pelo, aquella colonia, aquellos veranos de playa y sal, aquellos lugares de agua y piel dorada. El calor entre las manos como un diamante, un pan nuevo alimentando tanta soledad y toda la palabra -ausencia-, acarreada como un muerto en una vieja carreta, atravesando un campo de trigo recién segado.



18 de Marzo.
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Dime, dónde ahora otro parque sin dolor, ¿es posible?. Nunca te había visto tan profundamente entregada a la quietud, a ese solemne silencio de lo muerto. Desde ahí, ¿vuelven las mañanas sobre las calas a ser tan luminosas y plácidas?.




¿Vuelve la hierba a ser tan verde bajo tus zapatos?. ¿Vuelve la inspiración a tu mano, la luz a serpentear en tus ojos?.




¿Vuelve lo que fue en otra forma imprevisible?.
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Cómo el no ser se revela entre las cenizas, cómo la lápida asume todo aquello que tu estela -jamás en paz-, se revolvía entre las últimas flores de aquel Junio?. Cómo


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miércoles, 8 de septiembre de 2010


Desde el centro, algo se retuerce. Ese centro es un robusto árbol asediado por la ventisca. Resiste porque sus raices están ancladas profundamente a la tierra, como la raíz de una muela a la mandíbula. Y sangra, cómo sangra un árbol. Qué palabras pronuncia un árbol: Todas las sagradas palabras que pronunció Dios un día, palabras que las aves en sus picos, arrojan a los cráteres de los volcanes y asi, vuelven al fuego, al centro desintegrador, que gira y vuelve a sangrar y escupe con fuerza para carbonizar los verdes valles, anatemizar la vida, hacer cadáver con el polen adherido en las alas de las mariposas.

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Todos los insectos han perecido, la charca de las ranas se evaporó. La voz femenina siempre degollada junto a la fuente, y un niño que llora en sus venas y sube a los senos para saciar su hambre. Pero ella mira perdidamente el horizonte rojizo y abraza con su cuerpo desnudo, el árbol carbonizado y blasfema como nunca antes lo hizo una mujer: ¡Todo lo perdido para siempre, dónde está Dios!, fueron sus últimas palabras.


martes, 29 de junio de 2010

Luichi

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Dónde están aquellos ojillos azules que resaltaban bajo el cabello rubio y sobre la piel dorada y atercipelada que tanto abrazó y amó la niña que fui. Aquel que naufragó al crecer, que no quiso crecer, que creció contra su voluntad.
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Ingenuo e inocente, tierno como el pan recién horneado, aquel chaval olía a flores y cascabeles. De mirada limpia, llena de bondad, no halló paz en un mundo que no estaba hecho para su plumaje de pájaro.
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Era como una espiga verde que jamás soñó con el verano, porque su sueño, era la eterna primavera entre las amapolas. El campo, el verde no tiene límites.

El estuvo en los jardines mágicos de Peter Pan y Alicia.
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Ahora bailan los sauces y el barco pirata activa sus cañones. Volverá el niño al regazo dulce de la madre, antes que la adolescencia absorba sus ojos marinos, volverá para siempre a la eternidad, a esa orilla espumosa y turquesa de las playas Atlánticas. Corre, corre contra el viento, bañado en sol, salpicado de sal, siempre con una pregunta nueva:
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Por qué se vuelven canas las espigas, por qué después de una ola, viene otra ola y el mar se lleva todos los castillos.

Por qué.


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miércoles, 16 de junio de 2010




La foto prometida de la entrada anterior. Estoy con mi hermano.

¡¡¡Dios, no me lo puedo creer, tenía tan sólo dos años y las recuerdo, las recuerdo esas zapatillas rojas con el timón blanco como si hoy las tuviera puestas!!!

lunes, 30 de noviembre de 2009

Piedras de Ceuta

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Esperaba, se hacía larga la espera. Cuándo regresará de aquel viaje.

Me prometió un tarro lleno de ellas, sería un tarro grande, cilíndrico que las contrendría con todos sus colores, pegados al frío cristal. En las playas de la Bahía de Cádiz no existían, con aquellos tonos intensos y tan diversos, las de aquí eran grises, negras, marrones, rojizas, blancas, pero no de la gama y tamaño de aquellas.


Vedrían de aquel lugar al sur, frente a Africa, donde convivían españoles con musulmanes, donde objetos de otras tierras llenaban las tiendas en las que ella, entraría a comprar aquellas zapatillas de piel rojas, con un timón blanco dibujado en su parte delantera.

Fueron de los mejores regalos que con mayor ilusión esperé. Tendría cinco o seis años. Creo recordar aquella fotografía en blanco y negro, con las manos en la cintura, calzando aquellas zapatillas. ¡Toda una imagen de felicidad!, que debe andar por alguna caja o baúl, con puñados de fotografías de otros tiempos.
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Aquellas piedras de colores delimitan los bordes de los sueños, con sus brillos y destellos iluminan cualquier oscuridad, cualquiera tristeza y siempre, me llevan al contorno de las orillas espumosas, al hipnótico ir y venir de cada ola, la llamada del mar en invierno, la desnudez en el verano.
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P.D.: Voy a buscar esa fotografía, la escanearé y la subiré al blog. Veréis que no miento.

lunes, 23 de noviembre de 2009

La casa, la cristalera

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(Fotografía Sergio Levin)

No era sólo la casa, esa gran entidad de cal junto al verde de los pinos, y los colores intensos de las flores que aliviaban el abandono. No, era algo más que crecía desde otro tiempo y se extendía al interior, ocupando, desbordando la memoria. Todos los seres que la habitaron, giran alrededor de sus ventanales, los días y las noches. Las estaciones se suceden sobre el hueco inmenso de su inexistencia.

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Ni rastro de ella desde hace años, salvo dentro de mí, donde se van encendiendo sus luces y cerrando ventanas, donde a veces, suena el viejo teléfono negro de la entrada, donde ladra todavía aquella perra, y la cocina, huele a pestiños por estas fechas.
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Nadie sabe que allí, como en un pequeño microcosmos, la historia tejió sus entramados, un inmenso universo de aromas, sabores, abrazos y lágrimas que giran gravitando el hogar, una inmensa telaraña dentro de la cabeza, que se ilumina con los primeros rayos del día.
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Resistencia, en tantos años, no ha hecho más que resistir en vano, al demoledor paso de los años, por ello, aquella casa nunca desapareció del todo, de la ciudad que en mi alma se extiende como lugar indestructible. Una nube fantasma que flota sobre su espacio convertido en parque, sin esa belleza que la maleza y la vegetación imprimieran, hace mucho, a todo el entorno. Hay ecos vivos escondidos tras las paredes, suplicando tras las puertas, que pujan por sonar en el presente.
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Lo perdido toma sentido porque ha sido en mí, y de alguna manera, batalla contra la cicatriz del olvido. Esa voz que se hilvana a la piel y nos identifica, nos recuerda quién somos cuando nos perdemos.
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Dejé el coche en el hueco de la entrada. Las cristaleras mostraban sus grandes heridas por las que la casa agonizaba sombría, entregada a la ruina y la soledad. Nada me pertenecía ya, todo aquello que una vez amé, se derrumbaba inevitable ante mi desolación. Nadie quedaba allí, más que el sol descascarillando la madera del columpio roto.
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¿Hasta qué punto somos conscientes de los cambios, al punto de casi no reconocer?.
¿Hasta dónde ahonda la tristeza con sus dedos fríos en el presente, que necesitamos mirar atrás, muy atrás, para ser felices por unos breves momentos?
¿Hasta qué punto, todo se desvanece?






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viernes, 24 de octubre de 2008

Injerto vegetal



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Negro su cuerpo, lo amaba cada día, lo abrazaba, le hablaba, me acogía de luz y sombras. Era húmedo, firme, cálido, exhalaba nieblas blancas por las mañanas frías de invierno, era refugio, hogar.
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Sus brazos ramas rodeaban, la frágil, infantil figura, la esperaba a diario, impaciente, dócil. Sus ojos niños navegaban los espacios celestes-verdes de su alto follaje. Son instantes madera, sumaban horas conversando, vegetal presentimiento con olor a lejanía, recuerdos de chocolate y boniatos de sábados por la tarde.
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En el tendedero, junto al ombú, ella oreaba al sol las sábanas; blancas damas del aire, hadas primaverales. La ropa aún mojada, olía a alas de ángeles recién salidos del paraíso. Yo estaba por aquel entonces de inquilina en el edén, observaba el crecimiento, la floración de árboles, plantas e insectos y algún celeste con su túnica resplandeciente y sus bucles dorados recorriendo los senderos mágicos del lugar.
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Cuando me cumplió el contrato, quedé encargada de todas las especies arbóreas, las cuidaba, regándolas con las abundantes lágrimas del exilio, supremas de nostalgia y tristeza. Ellos crecían llenos de sensibilidad, abonados con todos aquellos recuerdos que cosieron alma a clorofila.
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El jardín de la memoria se hizo gigantesco y las pequeñas semillas que enraizaron en mis manos, alcanzaron la bóbeda celeste de los sueños, más allá de las nubes, las inclemencias, los vientos terrestres. Formas de injertar memoria vegetal en humana.
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martes, 16 de septiembre de 2008

El primo Fernandín

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Acaba de llegar el "Primo Fernandín". Corro, me posiciono a distancia pero lo suficientemente cerca para entrar en su ángulo de visión, no pasarle desapercibida. Me atuso el pelo, me sacudo los zapatos, plancho con las manos mi falda y lo persigo, lo observo escondida tras la silla, apoyada en la puerta, asomando los ojos por encima del mantel de la mesa estufa.
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Cuando sale al jardín, lo sigo sigilosamente haciendo parada de árbol en árbol con pequeñas y saltarinas paraditas. El hace como si no me viera, pero está pendiente de mí aunque esté de conversación con mi abuelo. Fernandín acaba de pasar la abrupta primera adolescencia, es universitario brillante y a mí me parece guapísimo. Tiene el pelo ondulado, oscuro, espeso, ojos pequeños, rasgados, orientales y unas gafas que le dan ese toque único sin las que no sería él.
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Es también delgadísimo, alto, al menos desde mi estatura me lo parecía. Venía de la capital a visitar a su tío (mi abuelo), hablando puro castellano, ese que en la baja Andalucía tanto nos cuesta pronunciar.
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Un gran reloj adornaba su muñeca, y una sensual voz me arrebataba y dejaba en estado catatónico cuando pronunciaba mi nombre, o cuando me sentaba en su falda y me daba conversación. Recuerdo que fue la primera vez que me enamoré. Me sentía en el paraíso, allí estaba yo, pequeñita, coqueta, con el hombre de mis sueños. ¡No se podía estar mejor en ningún otro sitio, que asomada a sus ojos negros!.
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Se marchaba, siempre terminaba yéndose a Madrid, hasta que ya no recuerdo cuándo dejó de visitarnos, cuándo dejé de recordarlo, o qué habrá sido de él, o cómo de blanco tendrá hoy el pelo, o qué habrán sido de los dos hoyuelos que se le dibujaban al esbozar la sonrisa más sensual del mundo.
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He sentido una gran necesidad de saber de él, ahora, después de tantos años y no sé por qué motivo. Todo ha venido a cuento de un retrato de Cesare Pavese que me ha llegado hoy a las manos y me lo ha recordado profundamente. Me parece que lo último que supe de él y no estoy segura, es que vive en los EEUU, que le sonrió la vida profesionalmente, que ya es bastante, y nada más que una ligera referencia sin confirmar de su vida privada.
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Queridísimo primo Fernandín, si estás ahí, enciende una lucecita, ya sabes junto a las vías del tren, en la casita de campo del tío Rafael de Andalucía, "El Recreo", se llamaba el lugar. Hoy no existe, en el lugar que ocupaba, han hecho un parque precisamente con una atracción que emula una estacíon de tren en miniatura, a donde los días de sol, los padres llevan a sus hijos a pasear en el trenecito.
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¡No es por otra parte sintomático, casual!. El tren sigue siendo eje, centro de una vida.
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Yo era una niña entonces, quizá lo siga siendo, porque seguro que me vuelvo a ruborizar si me mira con esos ojos azabaches y rasgados que nunca olvidé. ¿Escuchas mis tacones en el andén?, seguro que sí.




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viernes, 20 de junio de 2008

Piedrecitas al tren

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¡ Piedreciiiitaaaaas allll treeeennnn!
A su sonido estridente
por los raíles zumbando.



Era verdad que los raíles zumbaban, hasta cuando el tren se alejaba, seguían zumbando. Cantaban y brillaban como un arcoiris plateado, señalando como flechas, el camino hacia otros lugares. Respondía a mis preguntas; sólo tenía que lanzarle unas pequeñas piedrecillas y los raíles plata, contestaban.


Nunca me atreví a lanzar piedricitas al tren, salvo unas pequeñitas, pequeñitas que casi no se notaran, que fueran como una pluma, un suspiro lanzado al bardo. Me gustaba verlos a su paso junto a nuestro hogar; ¡Qué viene el tren, correr, correr, pasa rápido, veámoslo pasar!


Los trenes de antes sonaban distinto. ¿ A dónde iban?, me preguntaba sentada en la tierra mientras transitaban a diario junto a casa. Yo vivía arriba, el tren pasaba siempre por debajo de mi vida, por debajo de mi puente, por debajo de mi árbol. Mi árbol era una enorme carroza con ramas altas y yo vivía también en el centro del árbol. Antes fue un palomar, por eso era mágico, hablaba el lenguaje de las aves y las estaciones. El árbol cantaba o susurraba, según la intensidad del viento, o lloraba y gritaba, si había lluvia o tormenta.


Conducía la carroza un gran caballo pío (blanco con manchas marrones), que era la rama más gruesa y crecía horizontal con respecto al resto. Me colocaba unas faldas verdes hechas con ramas de palmeras y los tallos de las flores eran las varitas mágicas que me trasportaban al país del gato rayado. En mi mundo, poseía muchas cosas hoy perdidas, que a veces recupero atravesando el armario, traspasando el espejo de Alicia, entonces, todas vuelven a existir y abrazo a aquella niña encaramada en el gran eucalipto.


Pues como iba diciendo, esos trenes llevaban pasaje de otro tiempo, maletas descoloridas, personajes fantasmas, niños de los años cincuenta, sesenta, la mayoría no subían a primera o preferente, muchos de ellos jamás dejaron el tren. Vestían desaliñados, como visten los niños de los países que acaban de padecer una guerra.
Niños que a pesar de su pobreza, estaban llenos de vida, de sueños, de energía, de ganas de salir adelante. Yo conocí a muchos de esos niños que ahora son grandes arboles, frondosos, mágicos y maravillosos, como tú. Otros, jamás pasaron de ser un tallo.


Nunca me contó mi abuelo, que tiempo atrás, muchos niños en Alemania, sería en tren, el último viaje que hicieran, supongo que sería porque yo era muy pequeña para conocer esas noticias. Después lo supe y no daba crédito a lo oído, lo leído o visto en televisión.





viernes, 30 de mayo de 2008

Los armarios de mis tías

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Querido Hugo:
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Aquí andamos de nuevo, volví recordando con nostalgia, sin saber nunca a qué recóndito rincón de la memoria me llevarán hoy las palabras. Juego a la improvisación, a la espontaneidad, esa, que casi perdemos al crecer, pero que en este mágico espacio, está intacta, quizá por eso escribo, por retenerla, por reflejarme en su inmenso espejo que aún, el paso de los años mantiene cristalino, eso sí, subida a mis zapatos de tacón, con ese halo de inocencia y sensualidad que exhala el alma en alguien que en el fondo, sigue siendo una niña.
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Las habitaciones, los armarios de mis tías, eran mágicos. Tenían la costumbre de pegar postales de otros países en el interior de las puertas, y así yo sabía de esos lugares lejanos y maravillosos. Guardaban trajes con vuelos fruncidos en la cintura, tacones de punta fina, de los años sesenta, pintalabios, rímel, pestañas postizas, bolsos llenos de sorpresas.
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Cuando me adentraba en sus territorios, había que vigilar que no estuvieran muy cerca. Yo aprovechaba cuando salían a la ciudad, para registrarles el armario.
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Una vez con el permiso de tía Elvira, -esta vez lo hice bien-, me puse un vestido que me quedaba por los pies y salí al jardín, me sentí como Cenicienta bailando con el príncipe, como Aurora (la bella durmiente), cuando está en el bosque cantando con los pajarillos, como Nicole Kidman en la fotografía de arriba. Fue una tarde de cuento, era el jardín de Alicia, yo era Alicia y giraba, giraba y el traje despegaba del suelo conmigo dentro, mirando al cielo, junto a las adelfas en flor y el gran eucalipto donde mi abuelo colocó el palomar.
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¡Qué tarde querido Hugo, que tarde aquella!.
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lunes, 31 de marzo de 2008

Yo estuve una vez en el cielo

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De pronto se me borra el presente, se desdibuja la realidad y recordando el pasado, me doy cuenta que sólo existo precisamente, en esa dimensión recóndita que moldeó el barro de mis ojos y así, distante, me dejo llevar por los aromas, texturas, colores y recuerdos de la infancia.
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Las vías del tren siempre cerca, la casa blanca rodeada de verde; árboles élficos, flores parlantes, caminos encantados y el lugar prohibido, salvaje, en el que jamás debíamos adentrarnos bajo ningún pretexto. La cocina siempre llena de aromas y latas de aceite, boniatos, patatas, jarras con leche... y gente entrando y saliendo, tan familiar ayer, como extraños o ausentes hoy.
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Por las mañanas muy temprano, cuando los perros comenzaban a ladrar y se desperezaban los gatos de mi abuela, ella me daba unas pesetas para el pan y otras cosillas que apuntaba por lo general, en aquel papel gris duro de los antiguos almacenes. Qué aventura atravesar el puente bajo el que el tren iba y venía de Cádiz a Jerez, de Jerez a Sevilla, qué blancas las mañanas y qué aire más limpio. ¡No te entretengas!, me decía. Yo, logicamente, no le hacía mucho caso.
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En el salón, el reloj marcaba contundente las horas con una alarmante campanada. Para qué servía el tiempo me preguntaba, sino para marcarnos de palitos el corazón. Sí el tiempo eran los días y las estaciones, aquella especie de letargo al sol de quién ignora la noche.
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Por entonces era un hogar habitado que comenzaba con sus éxodos, su partidas. Por eso puedo decir que yo estuve una vez en el cielo, antes que las ventiscas y los desarraigos aparecieran, antes que todo aquel mundo desapareciera, yo transité ese lugar y me lo traje, como un equipaje indispensable para la superviviencia en los desiertos posteriores, los desengaños, las roturas de los espejismos y el terrible aislamiento e insoportable soledad de ser, fuera de aquella casa que fue hogar y piel, abrigo y libertad.
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Antes de que todo eso aconteciera, me traje en el viejo cofre, las estampas azules de los sueños y el recuerdo de las blancas calas que emergían entre sus holgadas y verdes túnicas y las matas de fresas parlanchinas que colmarían las primaveras aquellas y mis labios de felicidad.
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